domingo, 9 de enero de 2011

LA OFENSIVA ETNOCENTRISTA, EL MACHISMO Y EL BURKA

“Efectivamente, me declaro, sin remilgos, ‘ateo cultural’. Puede que esto, como casi todo lo dicho en este capítulo, moleste a algunos, pero el escozor ajeno no es nunca suficiente motivo para plegarnos. Como ya he explicado, no me siento occidental, ni blanco, ni hispano, ni varón, ni de tal porción de suelo, ni ligado a tal región. Me dicen que lo que ‘soy’ deriva de ahí, pero cuando algo es tan circunstancial como el nacimiento, tan accidental como los progenitores, tan arbitrario como el entorno contra el que reaccionamos o al que nos adaptamos y –si no quiebran nuestro ‘yo’– tan innegociable como nuestra personalidad, surgen las dudas de que seamos productos de un mundo al que, con cada fibra de nuestro cuerpo, queremos ponerle fin”.

            Este fragmento, que suscribo completamente, lo tomo prestado del libro, todavía inédito, “Nuestro Individualismo o El ‘Yo’ en la encrucijada colectiva”, de mi tocayo Ruymán R. Rodríguez Álvarez. Y lo uso para justificar, y hacer mía, otra de las conclusiones del libro, según la cual: “[…] Participo del planteamiento de que todas las culturas son igual de buenas, pero porque pienso que todas pueden ser igual de malas”.

            Explico esto por anticipado para que se entienda mi voz como la de un ateo que habla sobre Dios, la de un amoral sobre Ética, un apátrida sobre Naciones o un marginado sobre Clases. Es decir, como la de alguien que habla sobre Cultura (en su acepción de normas de simulación gregarias) sin aceptar voluntariamente ninguna y tratando de negar el valor impositivo de todas.

            Dicho lo dicho, se entenderá –o eso me gustaría– que mi opción es la de barrer todo “ethos” adquirido “de serie” y todo “modelo de conducta” otorgado. Abogo, en su lugar, porque sea la prerrogativa Individual de cada uno, caprichosa y soberana, la única que determine como hemos de vivir y comportarnos. Si esta prerrogativa, sin embargo, coincidiera con un patrón prefabricado, pero aceptado y asimilado voluntariamente, no haría yo nada distinto coaccionándolo que lo que han hecho otros imponiéndolo (ya decía Armand que los Torquemadas irreligiosos no guardan mucha diferencia con los religiosos).

            En conclusión que cada cual “haga de su capa un sayo”, o, como Rabelais inmortalizo en el pórtico de su imaginaría Thelema, que no haya consigna más apremiante que el “Haz lo que quieras”.

            A razón de esto es evidente, y nos mentirían si trataran de persuadirnos de lo contrario, que no es el “Haz lo quieras” la motivación del 100% de las mujeres que usan burka. La teocracia sepulta a las mujeres tras sus edictos éticos y estéticos; el patriarcado convierte en culpa y vergüenza el mismo cuerpo que la naturaleza hizo nacer desnudo; el aspecto más autoritario de la religión, el fanatismo tergiversador, tiñe de divinidad los prejuicios más vulgares y mundanos. Todo esto es lo que mueve a muchas mujeres, entre otras cosas, a portar el burka.

            En dichas condiciones, los “amigos y amigas de libertad”, de “la rebeldía”, “del sufrimiento”, deben colocarse al lado de aquéllos cuya autonomía es escarnecida. La conclusión no puede ser más fácil. Pero… ¿y si el sujeto en concreto afirmara llevar voluntariamente el burka, no estar obligado por nadie, ser una persona emancipada de cualquier tutela, y usarlo como un signo de “reivindicación cultural”, como quienes llevan una bandera, un crucifijo, un turbante, un sari o una kipá?

            Hasta que este sistema, sus normas, su obligatoriedad y su compulsión económica, no hayan sido reducidos a escombros, se hace difícil saber hasta qué punto una persona afirma estar conscientemente autoliberada y decidir de forma independiente. Siempre tendremos pendiente sondear el nivel de influencia del entorno y la tendencia al mimetismo, el ascendente que sobre la voluntad tiene el “deseo de agradar” y otros miles de mecanismos uniformadores que quizás no desaparezcan, por mucho que se mitiguen, ni en un enclave desregularizado en Anarquía (con los medios a nuestro alcance, dependerá de cada cual cuanto quiera desarrollar su personalidad y si quiere hacerlo “al margen”, por comparación, contraste e imitación o de forma independiente pero compartida).

            Mientras no llegue ese momento no podemos juzgar las dosis de voluntariedad que hay en la vida de los demás más que extrapolándola a la nuestra y, si nos sentimos ligados a él, a la de nuestro entorno.

            Las personas que se tienen por “libres”, o que desean serlo, pueden mirarse al espejo y descubrirse cargando con un uniforme cultural, también adaptado por el género, que los asemeja a determinado rebaño. El corte de pelo de unos y la vestimenta de otros, tanto si homogeniza selectivamente y nos une a los “diferentes” como si lo hace mayoritariamente y nos une a los “normales”, ¿es fruto de nuestra capacidad electiva? Muchos de nosotros, creyéndonos inmunes a las triquiñuelas del sistema, diremos que sí, que nos parecemos a este y al otro y nos vestimos de tal o cual manera por pura voluntad. En muchos casos nuestra voluntariedad es, como mínimo, tan positiva o negativamente creíble como la de cualquiera que se viste por motivos religiosos, nacionales, etc.

            Llegados a este punto de autoanálisis podemos ampliar un poco más el plano y escudriñar a “nuestra” Sociedad toda. La gente que se ha lanzado a la “caza del burka”, a la prescripción sobre su uso y a la criminalización de sus usuarias, con la clase política a la cabeza, lo hace tratando de ampararse en un vago concepto de “igualdad” (vago por salir de boca de quienes sale) y un supuesto “feminismo” (ídem). La gente que parangona “prohibición” y “libertad” son homólogos de los que apoyan la persecución de inmigrantes en Arizona, su acorralamiento y captura como la de los antiguos esclavos fugitivos. Son los que firman y aplauden la ofensiva conjunta que allén de los Pirineos y en la Peninsula ibérica se está llevando a cabo para proscribir personas. No importa, como no ha importado nunca, el partido político, ni si los dirigentes que hacen soñar la trompeta del prejuicio son quienes reclaman el respeto a una “diferenciación cultural propia” o los que vomitan lo de la “España Unida”. El centralista pisa al regional y ambos al meteco. El mismo que clama cuando siente ningunearse sus “tradiciones” y “costumbres” no tiene reparos en orinarse sobre las del “inferior”. La intolerancia sabe hablar con todos los acentos[1
Si Rajoy quería, en la última campaña electoral, imponer un carné goebbeliano de “españolidad”, todavía recuerdo a Durán i Lleida diciéndole a una mujer árabe, en un programa de máxima audiencia, que “todas las culturas no tienen el mismo valor” y que la cultura islámica, en comparación con la cristiana-occidental, suponía un “retraso”].

            Los mismos que blasonan argumentos barnizados de impostado “feminismo” para hostigar, en último término, a las mujeres árabes, son los que activan y reactivan periódicamente una serie de virulentas campañas en contra del aborto. La misma chusma política a la que se le revuelve su “conciencia democrática” al ver un burka, son los que llaman asesinas a las mujeres que osan imaginarse que pueden gestar cuando ellas quieran. Sí, decíamos antes que el burka es impulsado por una asfixiante teocracia; ¿es menos teocrático el sistema que quiera dejar la Natalidad y su control en manos de la Iglesia?, ¿es menos fundamentalista la sociedad que pretende regir nuestras vidas según los parámetros morales del Vaticano?, ¿es menos patriarcal la comunidad donde la decisión de un sujeto sobre su cuerpo se considera un atentado contra la “identidad masculina”?, ¿es menos fanático el régimen cuyas leyes, siempre coercitivas, son promulgadas en función de los “valores y principios” de la Conferencia Episcopal?

            Si a la impostada “izquierda parlamentaria” se le ocurre mirarnos con condescendencia de patriarca, ampliarnos un milímetro el parque infantil de nuestra “elección” y arrojarnos una migaja de “derecho adjudicado” para que casi podamos figurarnos opinar sobre lo que ocurre en nuestras tripas, la “derecha” es tan “feminista” que pone el grito en el cielo ante la posibilidad de que las mujeres crean que pueden actuar sin ninguna supervisión parental y marital. Igual que el P.S.O.E presumía de “humanitarismo” criticando ciertas connotaciones de la misma Ley de Extranjería que ahora aplica, el igual que sigue presumiendo de “conciencia social” mientras sus fronteras provocan un holocausto en el Estrecho y el Atlántico, y sus fuerzas policiales encierran, torturan y asesinan (no hará falta que recuerde la “tendencia” que tienen los inmigrantes a asfixiarse en los aviones cuando viajan custodiados por la policía) a los extranjeros depauperados, también el P.P presume de “feminista” por el mero hecho de “colectivizar el odio” y repartírselo, “fraternalmente”, tanto a las mujeres árabes como a las partidarias de la natalidad consciente. Bajo ambas siglas, y otras tantas, sean herederos del “feminismo burgués” cuya máxima aspiración es ascender a las mujeres de la condición de fregona a la de objeto de consumo capitalista, o a la de ocupantes de despachos gubernamentales y gabinetes de Guerra (a lo Indira Gandhi, Thatcher, Clinton o Chacón), o sean deudores de la Sección Femenina de Falange, se ha organizado una ofensiva etnocentrista tratando de usar como coartada, de forma completamente paradójica, el “feminismo”.

            La táctica no es nueva y no debería de sorprendernos. Antes de 1945, y aun hoy, el antisemitismo, el odio visceral y enfermizo contra todo lo que se tomara por judío, tenía la habilidad de ampararse en ideas “anti-burguesas”, de corte “socialista”. Se tomaba al “judío” por el fenotipo del millonario cicatero. Todos, desde los pobres tintoreros de los suburbios londinenses (de los que nos hablaba Rocker) hasta los mendigos de las calles Berlinesas, tan sólo con ser “judíos”, eran considerados miembros de la alta burguesía y se les adjudicaba una oculta fortuna, así como fábricas, convenientemente acondicionadas, para desgrasar niños. Para que el antisemitismo no pudiera ser tomado por odio descarnado y desprecio grueso, se le embadurnó con “la ideología de los pobres”. Hoy, la escoria política, y los vasallos voluntarios que los palmean, sienten el mismo asco al contemplar la presencia árabe en “sus calles”, y los símbolos que hacen evidente esta presencia, que el que sentían los frustrados ideólogos nazis al contemplar las crines no rasuradas de algunos judíos, sus sombreros negros y pañuelos en la cabeza. Proscribiendo el burka no tratan de “velar por los derechos de las mujeres” (no se explicaría si no su postura [sea de hipócrita tibieza o de tajante negación] ante el aborto, su política laboral, su modelo económico-comercial-cultural, etc.); tratan de hallar, como ya he dicho, una coartada que convierta una perspectiva reaccionaria en “progresista”, una mentalidad ultraconservadora en una “reflexión pro-igualitaria”. Cuando no sabemos cómo llamar a nuestro rencor solemos buscarle un nombre bonito.

            Las demostraciones que ratifican lo afirmado son casi infinitas y los métodos para dar con ellas están al alcance de cualquiera. En uno de mis primeros artículos[2], de los aquí ubicados, comentaba que todo respondía a nuestra tendencia a mirar la realidad que tomamos por exógena por un microscopio de superioridad, y la que consideramos “nuestra” por un distorsionado caleidoscopio. Si amplificamos nuestro prisma podemos observar que a nuestro gregarismo grupal (ya aludido) le corresponde un gregarismo “genérico”, “cultural”, pan-colectivo. La arabofobia galopante (presente también, por desgracia, en “nuestros medios”[3]) ayuda a algunos, según ellos mismos creen, ha desvelar las atrocidades que sufren las mujeres bajo el Islam; empero, es la venda perfecta que les ayuda a encubrir sus propias faltas, la pila en la que enjuagar sus “pecados” con la culpa ajena. Si vemos con justo llanto en el alma la bizarra lapidación de mujeres por “adulterio” (sí, ese es el peregrino “motivo” que “justifica” el derramamiento de sangre según los bastardos hijos legítimos de Jomeini)   más allá de “nuestras fronteras”, somos incapaces de concebir que lo que allí hace de forma directa el Estado, aquí se delega y se deja en manos del marido, e incluso de familias enteras (el Estado ya hace bastante con poner la semilla educacional de la violencia y fomentar el modelo del “pater familias”[4]). En un país donde el uxoricidio es “deporte nacional” hay todavía quien da lecciones de “igualdad sexual”.

            De igual modo, quienes están dispuestos a desgarrar burkas jamás han pensado sobre la licitud de levantar hábitos monjiles. No se cuestionan cuanta proporción de voluntariedad puede haber en unas costumbres religiosas-culturales que toman por intrínsecamente machistas, mientras que toman la indumentaria de las monjas como parte de su “libre pacto” con Dios, y la asunción de un canon físico por parte del resto de mujeres como otra muestra de “libertad volitiva”. Si habláramos de las negativas repercusiones físicas del burka, de los problemas que supone en términos de comodidad y movilidad, tendríamos que empezar a tachar, también como violaciones de los “derechos humanos”, otras destacadas practicas que, afirmándose igual de voluntarias, suponen, no sólo una tara, sino incluso un peligro real para la vida, y que también limitan la movilidad y comodidad de las damnificadas. Tal es así porque las mujeres hoy, en las pretendidamente “igualitarias” sociedades occidentales, tienen que modificar sus cuerpos –a veces de formas tan agresivas que, como ya he dicho, ponen en riesgo tanto su salud como sus propias vidas– para complacer las apetencias de ciertos hombres y cumplimentar lo que de ellas reclama el modelo cultural en boga. En definitiva, y si creyéramos que de las prohibiciones puede extraerse algo positivo, ajeno al resentimiento, la frustración y la represión, ¿estarían dispuestos los mismos que prohíben el burka a prohibir la silicona?

            Son éstas, “nuestras avanzadísimas sociedades”, las mismas que censuran una forma de subordinación y prestigian otras, que, condenando hoy que la mujer oculte su cuerpo, la presionan para que lo convierta en un objeto de compra-venta capitalista, para que lo exponga en el comercio televisivo-publicitario, para que lo entregue contra su voluntad en el boyante mercado de la esclavitud sexual, para que lo amolde a lo que otros desean, para que lo vista y sazone según los gustos de la época, para que lo subaste al mejor postor so pena de castigos, represalias, humillaciones y orillamientos. Ya decía Mary Wollstonecraft, en su Vindicación de los Derechos de la Mujer (1792), algo que, con lenguaje arcaico, no deja de ser cierto: “[…] Como el poder persigue la obediencia ciega, los tiranos y los libertinos están en lo cierto cuando tratan de mantener a la mujer en la oscuridad, porque los primeros sólo desean esclavos y los últimos juguetes”.  
             Y si lo que queremos es legislar sobre cómo se viste la gente en base a parámetros de “laicismo” deberíamos de atrevernos a hacerlo hasta sus últimas consecuencias. Sería el momento de coger la horca jacobina y “guillotinar” a conciencia. La segunda cualidad cardinal de nuestra dictatorial mentora (La Revolución Francesa) era la “Égalité”, y deberíamos de aplicársela al “vecino” tanto como a “nosotros” (para los que aún distinguen entre las distintas personas del sujeto). Deberíamos establecer estrictas normas sobre la vestimenta (tan rígidas como lo son las del puritanismo que condenamos) y determinar qué puede ponerse la gente y qué no. Sí, en nuestra megalomanía, desgarraremos velos islámicos y airearemos burkas con violencia, pero sólo si antes les arrancamos los pendientes a las niñas occidentales al nacer; si les damos un manguerazo a las caras capitalistamente maquilladas; si quemamos prendas incómodas y asfixiantemente ajustadas creadas para gozo del espectador y no del usuario; si desprendemos sin paliativos crucifijos de los cuellos; si incluso rompemos inofensivos, y ya trasnochados, colgantes taoístas con su ying-yang; si destrozamos a sablazos ridículos trajes de comunión a asustados niños de diez años (que, por cierto, no han podido elegir su atuendo); si hacemos jirones las mantillas; y si entramos en los conventos, los quemamos como antaño, y mancillamos hábitos y cofias de monjas reciclándolos como pañales. También arramplemos con sotanas y demás trapos monacales. ¡Qué no quede ni uno!

            Seguramente este derroche autoritario y dictatorial de “terrorismo religioso-cultural”, aunque se comparta en el contenido, habrá asqueado a más de uno en el continente. Tal es así porque la compulsión no sirve ni cuando prescribe el “bien” (entonces éste se torna, necesariamente, como algo negativo). Así, muchos dirán que si esas personas tienen una voluntad formada y si ha contrastado que quieren vestirse así, por devoción religiosa, idolatría cultural o simple moda, nadie puede reprimirlos sin cometer un horrible acto de censura. Bien, si comprendemos eso con respecto al mundo cristiano-occidental ¿por qué no con respecto a otras supuestas “dimensiones”? Porque simplemente detrás de nuestro interés no está la convicción en la liberación sexual. Si no, condenaríamos un mundo donde el principal comercio es el sexual y donde las violaciones son a veces un negocio familiar y otras algo de lo que alardear con la “pandilla” (esto horroriza tan sólo con tener que escribirlo). Lo que molesta es que eso es un símbolo evidente, según el prisma del que segrega, de presencia “árabe”. Se quiere prohibir para no “contemplarlo”, igual que muchos, si pudieran, obligarían a la gente de piel oscura a mudarla cual camaleón.

            Concluyo mi alegato retomando algo que dije al principio de este largo artículo: los “amigos y amigas de libertad”, de “la rebeldía”, “del sufrimiento”, deben colocarse al lado de aquéllos cuya autonomía es escarnecida, y esto incluye a todas las personas, a todos los individuos etiquetados como “mujeres”, que son obligadas a vestirse de una forma determinada, en contra de su voluntad, bajo el peso repugnante de la “autoridad masculina”, del “ego varonil”, del “puño patriarcal”, del “sello escarificador” de la cultura y la religión (se encubra bajo la sombra de la Cruz o de la Media Luna), pero incluye posicionarnos también a favor de todas las personas que afirmen, libres de toda presión externa de cualquier signo, de toda tutela ambiental coactiva, vestirse tal y como lo hacen porque les da la gana. Hemos de no dejarnos arrastrar por los argumentos fáciles y ponerle un traspié a la oleada emergente de xenofobia y etnocentrismo. Hemos de plantarles cara.

            No caigamos en los errores que, en relación a la opinión que se tenía sobre los “caníbales”, ya señaló Montaigne: “[…] Cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas”.  

Ruymán Épater les Bourgeois

Notas:
[1] Si Rajoy quería, en la última campaña electoral, imponer un carné goebbeliano de “españolidad”, todavía recuerdo a Durán i Lleida diciéndole a una mujer árabe, en un programa de máxima audiencia, que “todas las culturas no tienen el mismo valor” y que la cultura islámica, en comparación con la cristiana-occidental, suponía un “retraso”.
[2] “Caleidoscopio”: http://laiconoclasta-revista.blogspot.com/2011/01/caleidoscopio.html
[3] Me comentaban unos compañeros, sorprendidos e indignados, que la película de animación “Persépolis” era una sucesión de mentiras e idealizaciones, pues no podían concebir que las mujeres islámicas blasfemaran, pensaran, tuvieran ideas políticas, gustos convencionales “modernos” y fueran, en definitiva, semejantes a “individuos”. Confundiendo “Estado” y “Pueblo”, y no creyendo que el segundo sea simplemente un compuesto de personas singulares, muchos tienen la idea de que la mujer musulmana es poco menos que una beata y poco más que una incubadora.
[4] Sin embargo, sería caer en el puro mito creer que, más allá de lo comentado, los Estados occidentales no usa un grado de violencia específico para reprimir a las mujeres. No es sólo una cuestión legal, jurídica y económica; aquéllas compañeras que hayan caído en manos de la policía y de las instituciones penitenciarias habrán experimentado tal magnitud de sevicia en el “trato” que se les ha dispensado que sabrán a lo que me refiero.

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